Dos cuentos para que piensen...



Jueves.

 

 

El oficial besa a su mujer, deja unas monedas en la mesa de noche de su hijo y, al salir, oye a su esposa decir: “Cuidate, por favor”.

 

Patrulla la ciudad toda la noche de ese jueves. Las calles, muy peligrosas y difíciles en aquellos tiempos, lucen tranquilas y especialmente silenciosas; como por obra de algún irónico Dios, tal calma hace que el hombre se sienta intranquilo, hace que atraviese un metafísico sentimiento de angustia que habitualmente antecede a algún seceso poco deseado. No obstante tiene que hacer su ronda por los suburbios.

Faltan a penas dos horas para que su turno finalice. Acaba de tener una comunicación por radio con uno de sus colegas y al otro lado de la ciudad las cosas están por demás calmas. Entonces, al girar en una oscura calle en las afueras, divisa a dos individuos en plena actitud sospechosa. Se aproxima con su auto y decide encender las luces del techo, así ve como uno de los sujetos mete las manos en sus bolsillos y, a paso ligero, se pierde entre los laberínticos callejones del nocturno barrio. El oficial se baja del vehículo y el hombre que ha quedado solo le grita, señalando al que se escabulle, que le han robado. El policía aprieta su arma contra la cintura y comienza a correr, se introduce en las estrechas calles, hasta volver a ver al sospechoso y le da la voz de “alto”, pero este no reacciona y apura su marcha… y cuando el oficial empieza a acercarse, el delincuente desenfunda un arma y dispara repetidas veces. El policía atina a improvisar un escondite detrás de unos viejos tanques vacíos. Con el miedo a flor de piel, saca su brazo y devuelve el fuego. El sujeto, resguardado por una ancha columna, vuelve a disparar y se aleja de a poco tratando de cubrirse con balazos. El oficial reza por su vida, y la obligación y el deber brotan de repente por cada poro de su cuerpo, así sale de su escondite y persigue al delincuente. La noche, repleta de adrenalina, sólo encierra cantos de confundidos grillos e insultos de rivales armas, eco de fuertes estruendos que se pierden con la profundidad del turbio arrabal.

Ambos hombres corren a toda prisa tomando atajos y buscando rápidas salidas. Los disparos del oficial no son certeros, pero al llegar a una esquina, al notar que ha perdido de vista al ladrón que persigue, él es quien recibe una certera munición en la espalda.

 

El ladrón llega a su casa, besa a su mujer, despierta con un abrazo a su hija y, mientras se sienta a la mesa para tomar el desayuno, oye a su esposa decir: “Gracias a Dios estás a salvo”.



Diego J. Barrios /2010/ Todos los derechos reservados.





 

La memoria.

 

Se sintió cayendo en un abismo; el cuerpo se le escapaba, sin control. Finalmente, al cabo de segundos, un escenario comenzó a armarse. Como un vidrio desempañándose, todo se volvía claro.

Se vio manejando su coche, rumbo al trabajo. Su vista se posó sobre aquel viejo cartel que decía: “Avenida Medrano”, mientras esperaba que el semáforo se tornara verde. Avanzó. Muchos vehículos circulaban aquella mañana y como de costumbre saludó atentamente al anciano del puesto de diarios.

Consultó su reloj. Restaban quince minutos para las diez en punto. A cada metro toda la escena se hacía más y más visible. Varios autos estaban estacionados en el café donde él debería haberse detenido, pero se le estaba haciendo tarde.

Faltando solo cien metros para llegar a la avenida San Martín, un último semáforo lo detuvo. Otra vez el reloj. Examinó su maletín en busca del balance que debía presentar. En su descuido, la luz verde comenzó a apresurar a los conductores; las bocinas y el oficial que dirigía el tránsito lograron aislarlo de su trance…

Pero al avanzar, un fuerte golpe al costado de su coche lo sobresaltó. El oficial hacía señas para que los vehículos se detuvieran, los peatones lo observaban curiosos. Toda la escena pareció detenerse.

Se bajó del auto, no lograba entender lo que ocurría. Debajo de sus pies se escurría un rojo hilo de sangre. Junto a su coche, víctima de su imprudencia, yacía un inocente ciclista…, intentó comprender, trató de asistirlo, pero la voz del oficial lo detuvo: “¡No lo toque, vuelva a su auto!” repetía. Pero él sintió la necesidad de llamar a emergencias; al ver que su celular no tenía servicio buscó desesperado entre aquél tumulto de personas. Al otro lado de la avenida lo esperaba un teléfono público…, su instinto lo hizo correr en su dirección, y allí la implacable escena comenzó a desintegrarse: la gente, aquél ciclista, el oficial dispersando a los curiosos, los vehículos maniobrando en medio de tal caos…, las sombras se fueron mezclando con los desarmados colores de aquella mañana, una a una, las piezas volvieron a diluirse.

-          Uno…, dos…tres – oía desde alguna parte. – Despierta lentamente…abrí tus ojos…quedan atrás los recuerdos. Ahora vas a despertar.

 

Suavemente despegó sus párpados.

-          La sesión ha terminado, Mateo. No hemos podido llegar a donde queríamos.

-          ¿Qué pasó, doctor?... de pronto todo se volvió oscuro…no lo comprendo.

-          Muchas personas recurren a los psicoanalistas debido a pérdidas de memoria y amnesia temporal; casi en todos los casos las regresiones por hipnosis funcionan…pero en tu mente hay algo que lo impide, tu subconsciente no cede…, te detuviste justo en ese momento.

-          Lo hemos intentado demasiado, doctor.

-          Lo sé, Mateo. Podrías volver el martes y…- la sugerencia ya no convencía a Mateo.

-          No, no. Está bien. Intentaré recordar por otros medios.

 

Y salió. Esperaba encontrar en las calles el motivo de su pérdida de memoria… esperaba poder saber qué había pasado después; luego de atropellar a aquél extraño ciclista y, segundos más tarde, haberse visto sentado en la sala de espera de su psicoanalista.

Mientras más trataba de recordar, más oscura se volvía su mente, sus pensamientos. ¿Dónde estaba su auto? ¿Qué había pasado con el sujeto del accidente, con el oficial a cargo del tránsito, con él mismo…?

Estaba atardeciendo y sus pasos producían un frustrante eco en las calles semivacías. Sin embargo tomó una decisión: debía volver a la avenida Medrano, tenía que averiguar qué había ocurrido en realidad aquella mañana.

Tomó la calle Florida, apresuró su paso; todo el mundo parecía haber sido devorado por el silencio…no había caminantes, no se oían bocinas ni murmullos, nadie atendía los negocios.

Al fin llegó a la avenida, todo había ocurrido allí, bajo el rojo encendido de ese frío semáforo. El puesto de diarios del anciano ya estaba cerrado; el café en el que solía desayunar junto a sus compañeros de trabajo estaba vacío.

Allí se sentó, a esperar el movimiento, esperando las respuestas, deseoso de poder despertar de aquella pesadilla. Sin quererlo se quedó dormido.

La luz se apoderó de sus ojos, un nuevo día lo sorprendió tendido en aquella sucia acera. Lo alegró el enloquecedor sonido de la normalidad. Se incorporó. Todo estaba en su lugar: el café, el semáforo, los apresurados caminantes, el puesto de diarios del anciano…

Caminó. Se acercó al diariero.

-          ¡Abel, por favor necesito que me ayudes! – pero la atención del anciano permanecía en el cambio que debía entregar a dos individuos que compraban el periódico.

 

Desesperado se aproximó a la calle, muchos coches la utilizaban aquella candente mañana. Por fin pudo divisar al oficial que dirigía el tránsito, justo en esa frívola esquina manipulada por el siniestro semáforo. Comenzó a correr, esquivando autos, ansioso por saber la verdad.

Y de pronto, un seco sonido acaparó la atención de todos; un fuerte golpe a sus espaldas le hizo erizar la piel, la pálida mirada del oficial mientras hacia ademanes, hizo que Mateo volteara…, lo que sus ojos vieron, lo que su corazón sintió fue inexplicable.

Al otro extremo de la calle, en el centro del tránsito, un enjambre de personas encarcelaba la tragedia. El pálido oficial, y él lo hizo detrás del oficial. Las personas obstaculizaban su visión, no lograba ver nada. Hasta que un par de palabras le resultaron familiar:

-          ¡No lo toque, vuelva a su auto!

 

Mateo corrió con mayor fuerza, pero inevitablemente se vio a sí mismo correr por el medio de la calle, en dirección al inalcanzable teléfono público…, y luego, caer al suelo debido al poderoso impacto de un Mercedes Benz que no planeó detenerse.

Mateo palideció. Se acercó, se desplomó a un lado de su propio cuerpo.

Los morbosos caminantes lo rodearon, el oficial pedía una ambulancia, alejaba a la gente del lugar.

Y una sólida voz a sus espaldas interrumpió su desencuentro consigo mismo. Al girar, descubrió a su psicoanalista. Mateo no lograba comprenderlo, aún no podía recordar; intentó encontrar los “por qué” en la mirada del doctor…

     -   Se fuerte, Mateo. Se fuerte.





Diego J. Barrios /2007/ Todos los derechos reservados.




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